Un sitio para escribir no es más que eso, un lugar. Los psicoescritores escriben aquello que se les ocurre. Sin censura alguna. Cualquier parecido con la realidad es tan solo pura coincidencia. La creatividad se estimula, no se prohíbe.

20.6.13

Inmortal

Me he preguntado tantas veces qué ocurre cuando a alguien se le lleva al límite que la cuestión ha dejado de ser una búsqueda de mi mismo para convertirse en un triste planteamiento con respuestas seudocientíficas o de superación personal. Pero el verdadero límite comprende cambios de actitud, acciones criminales, fugas o, sencillamente, el suicidio. ¿Y si todo fallase?

Todo empezó como cualquier otra historia. Nací con el corazón parado. Dadas las características de mis dolencias natales los médicos me dieron por perdido. Entonces reviví y todo quedó en un susto primero y como un milagro después. Más tarde por inercia dejó de ser un tema del que hablar.

El hecho de vivir en un país desarrollado impide que el estúpido ser humano sufra las consecuencias de su torpeza. Aún así fui atropellado, años más tarde, por un Seat Ibiza gris que se dio a la fuga. Serían las tres de la madrugada de un Martes cualquiera. Yo salí a tomar algo con Esteban. Era un tío...tal vez lo explique en otro momento. El caso es que salí a tomar algo y terminé en una bodega inflándome a vino con el bueno de Esteban. Volvía a casa como si mi única ingestión hubiese sido la de media docena de vasos de mosto, me estaba cagando de un modo atroz. Así que me apresuré por las calles con las piernas apretadas y saltándome los semáforos peatonales. El temerario conductor del vehículo tomó una curva cercana al paso de cebra chirriando rueda y con su música anodina a todo volumen. De este modo se aproximó a mí que, con el trasero más duro que el acero,carecía de agilidad. Él frenó y yo cerré los ojos deseando no cagarme encima. La fricción de las ruedas con el asfalto comenzó como un agudo grito y fue agravándose hasta ensordecerse a sí mismo. Volé junto a cristales y un limpiaparabrisas descuidando por completo el control del esfínter. Debí dejarle el coche con un tono cobrizo porque los calzoncillos rebosaron.

Desperté minutos después en la cuneta. Aturdido y sucio, extremadamente sucio. Vestía una camiseta beige con un dibujo artístico en negro de la flota liderada por Cristóbal Colón en 1492: las carabelas La Pinta y La Niña y la Nao  Santa María, La cual contenía restos de sangre y mierda; unas bermudas negras empapadas en heces y unas zapatillas deportivas, de las cuales una de ellas se hallaba justo en medio de la carretera. No recordaba ese lapso de tiempo entre el vuelo y aquel preciso momento en el que desperté. Me calcé, me fui a casa y me masturbé pensando en alguna de las camareras que pude haber visto en la bodega. Y si no había camareras, las imaginé.

Meses más tarde volví a aquella bodega. Esta vez había quedado con Florencio, aquel tío tan entrañable y peculiar. Después de una tanda de botellas de vino me fui a casa. Era Jueves y volvía a cagarme frenéticamente. Serían las dos de la madrugada cuando me topé con un par de malhechores que me exigieron un cigarrillo. "No", les dije sin más. Entonces me conminaron a que les diese un cigarrillo. En fin, todos sabemos cómo funciona el método del hurto callejero. En cualquier caso yo insistí en no extraer nada de mis bolsillos y rápidamente extrajeron una navaja mariposa en un hábil movimiento de tres tiempos. Me mantuve creyendo que no se arriesgarían a cometer un delito por un triste cigarro o el mísero efectivo de un transeúnte de aquella zona. Recibí dos puñaladas: una en el estómago y otra en el costado, bajo las costillas. Sangré y me desmayé.

Desperté más tarde sin tabaco, sin móvil, con la cartera vacía a escasos metros de mí y con los calzoncillos cagados. Tomé la cartera, me fui a casa y me masturbé pensando en aquella puta que nunca me follé, una que me pidió más de lo que yo llevaba en la cartera.

Tras unos cuantos acontecimientos más de índole mortal sufrí la peor de mis desdichas: me despidieron del trabajo. Yo siempre decía que el trabajo es el que marca las pautas de mi vida y una vez sin él me vi obligado a marcármelas yo mismo. También estuve con una chica que me dejó alegando que necesitaba tiempo y mi casa fue destruida por una explosión de gas en casa del vecino de abajo. Me recluí en casa de mi madre, una anciana que no tenía contacto con el exterior debido a su atrofiado sentido de la percepción. Allí los segundos parecían días y las horas, meses. Salir a beber se había convertido en algo imposible debido a que Florencio no atendía mis llamadas y Esteban había vuelto a tener novia. Caí en una profunda depresión.

Pasaba las horas frente al reloj pretendiendo que pasara el tiempo. Anhelaba el tic tac, el envejecimiento, la experiencia. Deseaba que se curasen de una vez aquellas heridas. Aquellas que siempre florecían un domingo cualquiera o después de cada adiós. Veía pasar la vida pero no el tiempo. Como si de un atajo se tratara llegaba el fin. El fin del optimismo y de la ambición. Prevalecían la ansiedad y el fatalismo. 

Esta vez estaba perdido. Sin causa, sin solución. Insoportable. Recorría la casa, cada habitación, cada pasillo, cada umbral. Tan solo eran detalles difuminados por el todo. Aquella puerta, una habitación; aquel sofá, un rincón; aquella tele, una situación. La hora congelada en un instante exacto. Si al menos retrocediera podría volver a vivir. Si al menos viviera podría recapacitar. Si al menos recapacitara...si al menos recapacitara podría reconocer que es tan solo fruto de un sino adquirido. 

La música propagándose desde cualquier lugar estalla en mis oídos. No significa nada. No sin el tiempo. Cristales rotos, algo ha ocurrido. No importa, sin tiempo no habrá consecuencias. Un maullido, maldito gato. Una explosión, joder, no. Dejar de oír y volver a sentir.

Sentí algo en mí. Algo que no debía ocurrir. Algo que no estaba programado. Reflexioné. Traté de volver a empezar. No fui eficaz. Necesitaba mi tiempo, mi espacio y mi determinación. Maté a mi madre.

A menudo mi madre necesitaba atención médica debido a que estaba sola. Estando yo en casa podría administrarle las inyecciones que requería sin necesidad de acudir a un médico. Un lúgubre día, cuando me disponía a inyectarle su medicación habitual, me pregunté qué ocurriría si doblase o triplicase por accidente la dosis pertinente. Tras el hecho me fui a cagar y cuando volví ella yacía en el sofá sin vida. Fue un crimen perfecto pues los médicos lamentaron que era una señora que no tenía unas perspectivas favorables y por lo tanto no hubo investigación.

Me engañé a mí mismo diciendo en voz alta que había llegado su hora. Pero el alcohol, su exceso, me mostraba que no era así. Que yo era un asesino y un mal hijo. Así que en un impulso me arrojé por el balcón. Desconocía si desde un tercer piso se puede sobrevivir pero me lancé sin pensar.

Una vez más me desperté rodeado de sangre aunque esta vez no pude volver a casa y concluir la anécdota con una paja: no había cogido las llaves antes de tirarme.

Frustrado e inmerso en la ira de no poder morir me dirigí calle abajo hacia algún lugar y maldiciendo. La gente me miraba alejándose de mi y un policía trató de averiguar cuál era el motivo de mi alteración. Sin mediar palabra le extraje la pistola y me disparé en la sien. El agente se quedó perplejo y yo lo observé esperando algo. Acto seguido miré el cañón humeante. Volví a apretar el gatillo. La bala entró en mi frente. Me giré y vi restos de mi cerebro esparcidos por la acera que incluso habían salpicado la vitrina del escaparate de un local que vendía ropa deportiva. Volví a disparar. Disparé una y otra vez hasta que la pistola hizo click. Tras unos quince disparos me quedé sentado en el suelo casi sin cráneo y fui detenido. No dije nada, pues la mandíbula se me había caído debido a los proyectiles y al verla en el suelo me desmayé.

Desperté de nuevo. Me hallaba en una camilla con sábanas blancas. Estaba en un centro médico. Mis brazos estaban repletos de tubos que terminaban en mis venas inyectando sueros y extrayendo sangre. Con cuidado me palpé el mentón descubriendo que volvía a tener la parte inferior de la mandíbula. No sé. Algo había ocurrido pero no volvería a morir, o tal vez jamás había muerto. Huí del hospital.


No hay comentarios:

Publicar un comentario