Un sitio para escribir no es más que eso, un lugar. Los psicoescritores escriben aquello que se les ocurre. Sin censura alguna. Cualquier parecido con la realidad es tan solo pura coincidencia. La creatividad se estimula, no se prohíbe.

11.6.13

Cuenta atrás

Una hora.

El día de ayer murió. Mi vida debe de estar en las 23 horas. Tal vez me duerma antes. Soy un viejo que no tiene otra cosa que esperar. Voy a por una copa de vino.

Cincuenta y siete minutos.

El cristal refleja la tenue luz del estudio sin embargo el tinto absorbe la claridad y la difumina hasta casi el negro. El aroma me trae recuerdos. Y me hace pensar. Desde aquel primer sorbo de vino en una boda hasta esta, mi última copa. En aquella boda conocí a Priscilla, la que fue mi primera mujer. Era la prima de una prima de un primo. Anduve persiguiéndola por el restaurante en el que se celebraba el banquete tratando de averiguar qué había debajo de su vestido. No sé qué esperaba, tenía nueve años. Cerca de las nueve de la noche mis amorosos padres decidieron largarse. No la volví a ver hasta el bautizo del bebé fruto de aquella boda. Apenas un año después.

Cincuenta y dos minutos.

Con quince años empecé a salir con Priscilla. No es que tuviéramos la relación más perfecta del mundo: teníamos quince años, ella catorce aún. Pero sabía que terminaría casándome con ella. Su padre murió en un bar a causa de una disputa que llegó a las manos. Su madre decidió mudarse de su actual apartamento para venir a mi pueblo. Mi madre la ayudó a encontrar un apartamento. Así empecé a salir con ella: viéndola casi cada día. 

Cincuenta minutos.

Me casé con ella a los diecinueve años. Ella acababa de cumplirlos también. Recuerdo haber visto en el banquete a los chavales investigando la entrepierna de las chavalas. Sonrío ahora y sonreía en aquel entonces. Nos quedamos con un apartamento barato cerca de la playa. En verano era un hervidero de turistas y en invierno un pueblo fantasma. Yo trabajaba en un periódico local como periodista. Empecé barriendo el vestíbulo, poco después fui conserje. Un día le escribí una carta al encargado pidiéndole un aumento de sueldo. No es que quisiera más dinero pero había que hacer algo. A los pocos días recibí en mi puesto de trabajo al jefe de prensa. Resultó que el encargado había ido a jactarse ante el jefe sobre una carta de un conserje que pedía un aumento, inmerecido en su opinión, sin embargo su superior opinó distinto. Me dijo que tenía una ligera intuición sobre mí. Que escribiese un artículo de unas trescientas palabras. Escribí sobre la reciente muerte de Marilyn Monroe, sobre toda una conspiración que envolvía incluso a Kennedy, todo inventado. No se publicó en aquel momento por su contenido controvertido. Me quedé de conserje durante casi dos años más, concretamente hasta que Kennedy fue asesinado, entonces mi artículo cobró un nuevo sentido. Voy a por otra copa de vino.

Treinta y ocho minutos.

Al poco de separarme de Priscilla empecé a salir con Marisa, una secretaria de la oficina. Yo tenía veintiséis años y ella iba a cumplir los veintiuno. La llevé al cine. El cine me apasionaba sin embargo 2001: Una odisea en el espacio no me provocó más que un pensamiento de futuro incierto. No es que yo fuera muy listo pero no me resultó tan fascinante. 

Treinta y cuatro minutos.

Al cumplir ella los veintidós años nos casamos, tuvimos un hijo, Enrique, y adquirimos una casita en una urbanización pequeña. Cuando cumplió los veintitrés fue atropellada junto a Enrique en una persecución policial. Murieron al acto. El delincuente prestó declaración y por ser policía salió impune. "Ellos (Mi mujer y mi hijo) se interpusieron en una operación policial imposibilitando su éxito", concluyó el juez. Aquel año escribí un artículo altamente crítico contra el poder judicial y las fuerzas del orden y me despedí. No se publicó nada.

Treinta y dos minutos. 

Durante algo más de un año estuve cobrando el paro e inmerso en la inhibición del alcohol. Mi estado permanente de embriaguez, mi dejadez y mi despreocupación por las maneras atraía a todo tipo de fulanas. Solía despacharlas tras saber sus nombres. Todas eran Marisa pero ninguna era digna de serlo. A raíz de frecuentar los bares empecé a trabajar en uno. Debí darle pena al dueño. Alberto me puso a fregar vasos y platos, al poco tiempo empecé a servir mesas. Vendí la casita y me refugié en un apartamento diminuto cerca del bar.

Treinta minutos.

Al año de trabajar en el bar todo había cambiado. Incluso no consumía alcohol en exceso. Bebía una copa de coñac con un puro después de cenar, me relajaba; tomaba un anís mientras preparábamos las mesas por la mañana, los fines de semana me bebía unas cervezas con un repartidor de uno de los proveedores del bar y en ocasiones cenaba con vino. Voy a por otra copa.

Veintisiete minutos.

Mejor me traigo la botella.

Veintiséis minutos.

De perdidos al río: voy a por un puro.

Veinticuatro minutos.

Hace algunos días murió mi tercera mujer, Susana. La conocí en 1975, con treinta y tres años. Ella treinta y uno. Tanto ella como yo teníamos una vida no demasiado bien vista. Ella había terminado una relación con su anterior marido por abortar por tercera vez. Fumaba y bebía incluso más que yo. Pero no me importaba. Nos casamos al año siguiente sin pensar en el futuro, sin haber ido al cine y sin haberlo pensado demasiado sin embargo ambos sabíamos que era una buena elección. Cuando cumplió los treinta y cuatro se quedó embarazada y a los cuatro meses tuvo que ser hospitalizada. Había vuelto a perder el feto. Decidimos no volver a intentarlo. Murió hace casi dos semanas por la denominada muerte súbita. Estaba en la comisaría para que una amiga suya denunciase el robo de una cartera. Cayó desplomada. No había ningún médico en la sala, la ambulancia tardó unos veinte minutos y aquellos agentes, aquellos inútiles, no supieron reanimarla. 

Veinte minutos.

Solía fumarme un buen puro, de los gordos, de aquellos que llenaban la habitación de un humo lánguido, espeso y aromático. Sobretodo lo hacía después de escribir. Escribía relatos porque siempre pensé que volvería a la redacción. Cuando terminaba un buen relato me encendía uno de aquellos cacharros y lo releía una y otra vez. En cambio hoy escribo mientras fumo. Dudo que pueda disfrutar de la lectura más tarde y como escribir fue mi pasión junto con el vino y los puros, he decidido darme el gustazo. Lleno la copa.

Dieciocho minutos.

Me pregunto qué puedo haber aprendido de esta vida. Podría decir que muchas cosas pero lo cierto es que nada. Nada que no se tenga que aprender. No obstante puedo decir que cuando la vida te sonríe a otro le atormenta y viceversa. Siempre ocurren cosas. A todas horas. En todas partes. Por probabilidad algún día se nos tiene que brindar la desdicha, o la fortuna. A pesar de mis desgracias más significativas puedo contar miles de historias felices y soy feliz porque toda esa serie de acontecimientos me llevaron a Susana, el amor de mi vida. Ahora no tengo a nadie, ni siquiera un hijo al que dejarle mi reloj en herencia. Pero me satisface pensar que ella murió feliz y que sus últimas palabras fueron "Nos vemos más tarde". Tal vez tenga razón. 

Dieciséis minutos.

Nunca he creído en nada que no pudiese beber, fumar o tocar. El vino se bebe, los puros se fuman y la pluma se toca. La felicidad se expresa y de un modo u otro termina pudiéndose palpar. El amor es la felicidad de una unión. Creo en la fe pero jamás creí en Dios. Mucho menos en el más allá. En este momento no pienso en ir a por el pan para desayunar mañana, ni en si tengo o no vino suficiente para la comida, tampoco en las facturas de la luz. Las preocupaciones, el futuro, se han desvanecido. Todo lo que hice, malo o bueno, tiene importancia para aquellos que se la den. No para mí. Mi única ambición es poder terminar este contundente puro, no importa si termino la botella de vino. Tampoco importa la guerra, la crisis o las tetas de aquella actriz. Todo se ha reducido a nada. Vivo este momento única y exclusivamente para mí.

Doce minutos.

Mi abuelo me hablaba de que no hay que preocuparse tanto. Nunca le hice caso. No porque no quisiera sino porque no podía evitarlo. Tenía que trabajar, ir, hacer, volver, tener...pero para él todo eso ya había pasado a tercer o cuarto plano. Carecía de importancia. Ahora lo comprendo. 

Once minutos.

También me planteo cuestiones acerca de qué os espera, qué me perderé, en los próximos años. Estamos abocados a la estupidez. Seguro que conocéis aquel ejemplo del campo de trigo, aquella espiga que sobresale y que es cortada. El símil de un individuo que destaca por su brillantez, su inteligencia y es mermado para encauzarlo al pensamiento colectivo. Realmente el ser inteligente no sobresaldrá jamás. Tal vez mantenga su espiga al nivel del resto aunque bajo tierra esté tramando algo o desarrollando allí sus ambiciones. El ser que sobresale no es más que una espiga más que quiere destacar como sea. A mi cabeza me viene el nombre de Eróstrato. Todos aquellas espigas son campesinos que harán lo que sea por tal de que se hable de ellos.

Nueve minutos.

Siempre dije que antes de morir me llevaría a alguien por delante. Que un hombre debía cometer un crimen para ser un hombre. Jamás hice nada fuera de lo legal. No lo lamento. El odio. Como dijo alguien: "Odiar es darle demasiada importancia a algo", también lo dijo mi abuelo. Ésto sí me caló y siempre me sentí satisfecho. Todos aquellos políticos que tal vez deberían morir asfixiados con su propio vómito tan solo son víctimas, o beneficiarios, de una educación que favorece al estúpido. Pero aquel que piensa por sí mismo perecerá por intentar cambiar lo que una mayoría de ineptos dictaron. 

Siete minutos. 

Estoy feliz. Mi puro se termina. Y todo ello a pesar de que ni escribí un libro, ni planté un árbol ni tuve un hijo. Bueno, lo tuve, pero me lo arrebató la policía. No sé qué fue de aquel energúmeno. No quise saberlo. En aquel momento su felicidad o su prosperidad me hubiese causado más daños. 

Seis minutos. 

Mi madre murió cuando yo cumplí cuarenta y seis años. Yo trabajaba en los servicios funerarios y me enteré cuando nos enviaron a recoger un cuerpo a su casa. Mi padre estaba en el salón. Sentado y con un cigarrillo en la boca. Mantenía la mirada fija al televisor, que estaba apagado. Aquella noche iban a celebrar sus bodas de oro. Nada ostentoso. Pretendía ser una modesta cena con su único hijo y su nuera. Mi padre falleció dos años después cuando un vehículo perdió el remolque en una cuesta y fue arrollado. La casualidad puede ser puñetera.

Cuatro minutos.

Pero la casualidad también puede ser beneficiosa. Trabajé, después de la funeraria, en una agencia de mudanzas. Un día la policía desarticuló una banda de narcotraficantes y fuimos contratados para vaciar el piso. Dado que era una faena que requería quedar bien, nos enviaron a mí y a mi compañero Fernando, ambos éramos los mayores de la empresa. Un comisario nos dio instrucciones de por dónde debíamos empezar. Cuando quedaba una habitación por vaciar los agentes se marcharon al bar a terminar allí la jornada. Fernando y yo retiramos una cómoda descubriendo un agujero detrás de ésta. En él había un maletín repleto de billetes. No hablamos, no discutimos. Fernando se agachó y repartió los fajos en dos y nos los introdujimos dentro del mono de trabajo. Esa noche tomamos bourbon mientras nos reíamos de la  policía. La mayor parte de mis problemas económicos desaparecieron y pude llevar a Susana a París. 

Dos minutos. 

Voy a mear. Nos vemos más tarde.

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