Un sitio para escribir no es más que eso, un lugar. Los psicoescritores escriben aquello que se les ocurre. Sin censura alguna. Cualquier parecido con la realidad es tan solo pura coincidencia. La creatividad se estimula, no se prohíbe.

22.6.13

¿Odio o impotencia?

Conocí a Isabel en el instituto. Siempre ha sido una tía guapa y con buen aspecto pero nunca fue un pibón. Además solía ser bastante antipática, en especial conmigo. Y fue tan estúpida que recuerdo como un éxito los días en los que la hice reír conmigo y no de mí. Siempre fui un gilipollas.

Isabel me odiaba por alguna razón. Yo era un inocente chaval, a menudo feliz. Aunque nunca le di importancia. De algún modo siempre terminábamos juntos, ya fuese en grupos de trabajo o entre amistades comunes.

La primera ocasión que tuvo para mostrarme su odio fue en un curso de inglés que impartía el mismo instituto. Ella se sentaba justo detrás mío. De vez en cuando mi cabeza se interponía entre ella y la pizarra, motivo por el cual ella expresaba sin ningún reparo su ira. Yo me limitaba a apartarme amablemente. Hubo un día en el que la profesora nos encomendó una tarea por grupos y una vez más tuvo que transmitirme su ira. Solía ir con cuidado para no molestarla pero aún con todo y con eso, ya fuera prendiendo fuego a su estuche por accidente o escribiendo una "i" allí donde iba una doble "e", ella me detestaba.

Poco después un amigo empezó a salir con una amiga suya. Él acostumbraba a llamarme para salir a tomar algo o para ir al parque y su chica llamaba a Isabel. Eran aquellos momentos, en los que la feliz pareja adolescente se ocultaba para darse arrumacos, los que me ponían nervioso. Entonces encendía uno de mis cigarrillos y me alejaba de todo aquello por tal de evitar ser odiado o que ella creyera que pretendía algo. A pesar de ello ella insistía en manifestar su aversión hacia mí cuando un poco de humo se acercaba a su perímetro. Terminé no yendo con aquella pareja y la soplapollas de su amiga.

Unos meses más tarde el instituto organizó unas colonias de tres días. El primero sería básicamente una excursión en autocar hasta una población, después nos perderíamos por ahí, cenaríamos y a dormir; el segundo día haríamos una excursión en bicicleta por la mañana, una comida saludable en el campo y un taller de algo por la tarde; el tercero, finalmente, iríamos a un parque temático a perder el tiempo. Pues bien, el primer y tercer día no tuve ningún percance con aquella almorrana sin embargo el segundo día fue un desastre. El viaje en bicicleta fue, cuanto menos, absurdo. Nos llevaron por un campo enfangado y después por una vía de tren abandonada. El trayecto fue bastante accidentado debido a la carencia de práctica de la mayoría de alumnos. Isabel, por alguna razón, iba detrás mío cuando yo, tratando de evitar piedras y maderos, no pude evitar que la rueda delantera se clavara en un agujero entre rocas y arena. La estúpida iba mirando mariposas cuando su rueda delantera impactó con mi rueda trasera por lo que se fue al suelo y se rompió un dedo. Llorando me advirtió que sería la última vez que yo se la jugaba y que era un gilipollas. La tarde estuvo un poco mejor, solamente fruncía el ceño cuando andaba cerca de mí.

El tiempo pasó y el instituto terminó. Para fortuna de ambos cada uno eligió un bachiller distinto y poco a poco dejamos de vernos.

Y pasaron años. Entonces me la encontré por la calle. Había estado trabajando y tras la jornada me refugié en un bar. Allí disfruté de unas fabulosas Collins y me compré un paquete de Walton Blend. Cuando la ingestión empezaba a ser una labor tediosa pedí una Collins más juntamente con la cuenta. Bebí, pagué y me fui dando tumbos por las calles. Iba tratando de leer unos apuntes que había tomado mientras me emborrachaba cuando vislumbré una silueta femenina allí a lo lejos. Mi alcoholismo me dijo inmediatamente que estaba buena y que cabía la posibilidad de que si le decía algo ella se fijaría en mí. A medida que me aproximaba a ella y ella a mí pude ver que no tenía nada interesante. "Ya encontraré a alguna señora con problemas conyugales", me dije. Y la proximidad fue en aumento. Yo forzaba la vista por tal de identificar un rostro y probablemente ella iba deseando que todo ocurriera rápido. Era Isabel. "Hasta luego", le dije, "Adiós", respondió.

Nunca recordaré cómo llegué a casa ese día pero llegué. Y el tiempo volvió a pasar. Salí con Florencio para beber unas cuantas de aquellas Collins y, discutiendo sobre la verdad irrefutable, bebimos unas seis Collins, cuatro Special Collins y un par de chupitos de whisky escocés cada uno. Íbamos bien, bien servidos. De repente entró ella en el bar. Yo me avergoncé porque era consciente de mi deplorable estado aunque mientras estuviese sentado podría disimularlo hablando en voz baja acerca de la inexistencia de un ser todopoderoso. Da igual, como buenos borrachos, terminamos alzando la voz y pidiendo más cerveza de un modo llamativo. Después de la última Collins, sería la doceava o la treceava, nos levantamos a pagar. Ella estaba allí en la barra charlando con el camarero. Ante ella volvimos a discutir. "¿Cuántas eran?", preguntó Florencio, "No sé...¿doce?", respondí cohibido. El camarero, con una mueca de sonrisa en su boca, dijo un precio que dividimos entre dos. Poco después descubrí que el barman era el novio de aquel estorbo. Nos marchamos del bar discutiendo cuál sería el próximo destino.

Podría decir que pasaron cientos de años pero mentiría. Fueron unos cuantos menos, unos dos o tres. El caso es que un amigo, y antiguo compañero del instituto, vino de la lejanía de la geografía mundial para visitar a los suyos, entre ellos yo. El día que me tocó a mí disfrutar de su compañía nos fuimos a tomar algo a un bar. A uno cualquiera. Nos sorprendieron con una Special Collins Black, y nos la bebimos. Pedimos otra ronda de lo mismo y allí todos reímos. Todos y cada uno de los clientes del bar éramos los reyes de la noche. Bebíamos y reíamos para volver a beber y seguir riendo. Mike, que así se llamaba mi amado amigo,  sugirió un buen lugar para cenar. Y yo qué iba a decir...todo lo que él dijera estaría bien. Fuimos a cenar a un lugar excesivamente pijo para mí. Pedimos un surtido ibérico con pan, mitad con tomate y mitad sin, como entrante; él pidió unos calamares a la romana con guarnición, espalda de cordero asada con salsa de la casa y una hamburguesa al punto; yo me decanté por un entrecot poco hecho a la pimienta con guarnición, unas alitas de pollo al horno y unos chipirones rebozados; de beber pedimos agua y un buen vino catalán. Cuando aún no habíamos terminado el surtido ibérico tuvimos que pedir la segunda botella de vino. "Otra de lo mismo", dijo Mike. Hablábamos durante la cena de toda nuestra vida, del trabajo y de las mujeres. Amábamos a las mujeres. Y las seguimos amando. "Otra, por favor", dije alzando la botella de vino vacía. El entrecot llegaba justo en el momento preciso mientras otro camarero llenaba las copas con la nueva botella recién descorchada. Estaba en su punto. El exterior estaba recubierto, prácticamente en su totalidad, por una salsa blanca verdosa con granos de pimienta a veces enteros y otras rotos. El filete mostraba un aspecto impecable: lucía una gamma de colores que iban del blanco roto al marrón cobre. Al primer corte pude apreciar la sangre y el tono rosado en su interior...su ternura deshacía mi boca...exquisito. A Mike todo eso le repugnaba: "A mí...que no grite cuando lo pinche con el tenedor, tío", afirmaba. Tras la cena nos bebimos un café y una copa de Bourbon decidiendo a dónde iríamos después. Serían las doce y media de la noche así que Mike optó por ir a otro bar en el que podríamos disfrutar de alguna oferta en combinados.

Después de un par de combinados nos dispusimos a ir a una discoteca al azar. Una cualquiera: "Oiga, señor taxista...llévenos a una discoteca que no pongan ruido por música", dijo alguno de los dos. El chófer nos dejó en una discoteca en la que la oferta visible era "Chicas, gratis hasta las 3". Nos fuimos a otra. Caminamos durante unos minutos preguntando a todo ser viviente por un local agradable y sin "chumbachumba", que suena peor que se lee, y terminamos entrando en un local con música de los ochenta.

Entrábamos detrás de un par de culos, creo que uno era de una rubia. De repente noté un tirón en la camisa y Mike lo adviertió mirando al posible agresor. Era Estefanía, una antigua compañera del instituto que se había sorprendido tanto o más que nosotros de la asombrosa coincidencia. "Venid", dijo, "que estoy con más gente". Y allí estaba Isabel. Mostraba una amable sonrisa y seguía igual de guapa y bien parecida, aunque no le veía el atractivo por ninguna parte. Seguramente me estaría odiando ya desde el primer instante. Me dirigí a la barra para pedir una copa más arrastrando así a Mike. Tras un montón de cumplidos y falsos recuerdos Isabel mostró su desprecio hacia una afirmación mía con un "Dah", automáticamente me dirigí a ella y le dije tambaleándome: "Tú sigues siendo la misma estúpida borde de siempre y jamás dejarás de serlo", salí a fumar un cigarro y vomité.

No quise formar parte de su vida abocada al fracaso tratando de evaluar todo aquello que la rodeaba. Así que volví para darle mi número de teléfono y le pedí por favor que jamás me llamase.

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