Un sitio para escribir no es más que eso, un lugar. Los psicoescritores escriben aquello que se les ocurre. Sin censura alguna. Cualquier parecido con la realidad es tan solo pura coincidencia. La creatividad se estimula, no se prohíbe.

27.2.14

El origen de Jack (Parte 1)

Cuando le conocí me cayó bien. Aquel holgazán era un tío feo, desagradable y sucio, aunque físicamente no lo pareciese.
Siempre llegaba a la oficina unos veinte minutos tarde. Llegaba delegando faena a unos y a otros, mirando su valioso reloj, posicionando su corbata, agitando su maletín, el cual nunca abría; observando a las becarias, colocando informes incompletos en mi mesa. Caminaba con seguridad, como si aquel suelo que pisaba fuese de su propiedad, sin preocuparse de a quién hollaba. Vestía unos brillantes mocasines negros con cordones que combinaba, a menudo, con calcetines a cuadros grises, o por el estilo; el bajo de su pantalón le caía justo por el tobillo e iba danzando bruscamente a cada paso que daba, los pliegues de la pinza se difuminaban a la altura de sus muslos y en ellos abultaban las llaves de su Porsche Cayenne y unas monedas sueltas, complementaba su cintura con un cinturón de piel marrón caramelo y con hebilla dorada que siempre armonizaba con alguna corbata, en aquella ocasión color escarlata con motivos áureos. Su camisa había sido confeccionada por el más experto de los costureros de la zona, lo sé porque yo lo conocía. Siempre se ataviaba con alguna camisa entallada, con el corte clásico, cierre francés, cuello convencional, puños con dos botones y, por supuesto, de manga larga, que solamente arremanga si era necesario. Y todas las camisas eran negras, blancas o azul marino, excepto la de navidad, que era roja. La americana, también elaborada únicamente para él, tenía un corte detrás y estaba hecha del mismo tejido que el pantalón, y era de color azul metálico oscuro, casi negro. Tenía un bolsillo en el pecho, justo en el corazón; dos más a ambos lados, a la altura de las caderas; uno interno, también en su corazón; y el popularizado en los años 50, el ticket pocket. Su aroma era cálido, profundo y ligeramente dulce y cuando había estado en una sala dejaba su halo durante casi todo el día. Se afeitaba cada dos días, y el día que no lo hacía no dejaba de acariciar su mandíbula para sentir la aspereza que ésta le congratulaba. Su boca, generalmente entreabierta, era diminuta y emitía órdenes continuamente y, cuando lo hacía, inmediatamente después, sonreía mostrando sus dientes perfectamente ordenados y del blanco más brillante imaginable. Su mandíbula y sus pómulos cuadriculaban su cara, que no era muy ancha, creando una especie de sensación de orden, de simetría, de perfección. Sus orejas eran pequeñas y se desplazaban hacia atrás cuando se enfadaba, cosa que atemorizaba, sobretodo, a las becarias. Sus ojos podían transmitir todo aquello que él desease que fuese transmitido, solía ser negatividad, inseguridad, frío; eran de color azul y sus pupilas se dilataban cuando pensaba hasta el punto que casi desaparecía el color celeste. Daba la impresión de perderse en su propia mente buscando la mejor manera de joder a todo aquel que fuese a acatar sus órdenes. Tenía más de cuatro dedos de frente, una frente brillante y que rara vez se arrugaba. Su corto y desordenando pelo canoso, casi albino, mostraba unas pequeñas entradas que lo hacían atractivo para la mayoría de las mujeres que allí hacían como que trabajaban. Se llamaba Laurent y era un tío feo, desagradable y sucio. 

Era mi primer día en la oficina y él no me reconocía. Yo trabajaba como freelance, era una especie de mercenario que reducía la carga laboral de los capullos que no habían hecho nada durante los meses de verano, generalmente. Cuando nos presentaron no pude evitar sentirme intimidado por su actitud apática propia de un sociópata. Acostumbrado a lidiar con este tipo de personajes decidí divertirme poniéndole en evidencia. Escruté sus movimientos, su ropa, y me detuve en su corbata, aquella escarlata con motivos dorados. Los motivos eran una cenefa de timones de barco, anclas y barquitos. "Corbata de la comunión", sonreí mientras introducía mis manos en los bolsillos. Pude apreciar como sus orejas se situaban algunos milímetros hacia atrás, sus labios se arrugaban ligeramente y sus ojos se clavaban en mi. Casi pude percibir todo lo que se imaginaba. "Cálmate, grumete, ¡ha del barco! Y toda esa mierda", me jacté. Entonces se retiró elegantemente sin mediar palabra. 

Yo no era así. Yo era un tipo tímido, reservado y respetuoso. Conocí a Laurent cuando yo aún era un estúpido e inepto becario. Se trataba de una compañía de seguros jurídicos. Él era algún tipo de jefe, de encargado. Su escasa destreza lo convertía en un personaje odiado. Vestía jerséis de lana de los cuales asomaba un desordenado cuello de camisa azul cielo de siete al precio de una en algún mercadillo, unos tejanos y unas zapatillas deportivas J'Hayber blancas. En aquel entonces lucía una barba de varios días que mantenía siempre a un nivel similar y una melena que se ondulaba hasta la altura de la nuca. Era atento, simple y olía a desodorante barato. Lo detestaban porque, decían, era tonto, un capullo. Sin embargo el origen de ese odio provenía de su inseguridad, la cual le hacía tartamudear catastróficamente en reuniones o ante cualquier conflicto espontáneo. 

Empecé a salir de copas con Jack, que así lo conocían sus amigos, cuando me contrataron como su ayudante tras agradar en mi periplo de becario. Era buen tío: una bella persona, agradable y honesto. Él coordinaba el departamento de bajas y yo solamente tenía que facilitarle la documentación de clientes importantes, clientes muy enfadados o clientes especiales por la razón que fuera. A menudo salíamos a la misma hora de las oficinas y nos tomábamos, sobretodo los jueves y los viernes, un sinfín de cervezas en el pub de la zona. Jack era un tío que se había marcado la vida en niveles. Sabía distinguir claramente entre aquel con el que trabajaba y aquel con el que, después de trabajar, se emborrachaba. Imagino que también lo hacía con la familia y otros grupos de amigos. Lo más sorprendente de Jack era su seguridad. Fuera del trabajo no dudaba. Él se enfrentaba a todo aquel que le arrebatase su sitio en el pub, se acostaba con aquella chica que había decidido acostarse, hablaba con propiedad de todos los temas que surgiesen y, aún más importante, se amaba, se respetaba.

Su ego, en aquellos tiempos, hubiese detenido un tren. Y además de verdad. Unos quince años después su tenacidad se había apoderado del bueno de Laurent, Jack. Había dejado aquel maldito empleo de coordinador en el departamento de bajas y había logrado un cargo de ejecutivo en una empresa de informes medioambientales. Su nuevo poder adquisitivo le había permitido alcanzar sus ambiciones y forjar nuevas. Ya no tartamudeaba, ni vacilaba ante problemas. Siempre tenía la solución. Nunca, jamás, nadie volvería a hacerle sombra.

El caso es que yo también había evolucionado, de otro modo, y su empresa me había contratado para reducir la carga laboral de algunos inútiles trajeados. Inútiles como él, que ordenan y mandan pero no hacen nada. Un día, tras muchas transcripciones, me dispuse a abandonar la oficina con el único fin de beber unas cervezas en alguno de los muchos bares que habían de camino a casa. Entonces apareció él con su mano derecha alzada, siguiéndome con la mirada y avanzando con aquella peculiar seguridad. La americana estaba desabrochada, lo que indicaba que se había levantado apresuradamente, y danzaba a su alrededor emitiendo así destellos de luz provocados por la fila de luces alógenas que se extendía por la oficina. "¿Has terminado el informe de MásMadera, SL?", preguntó registrando mi mesa con sus ojos. "No, su fecha límite es el martes y he terminado los prioritarios. Lo haré mañana", contesté abrochándome la chaqueta. "...", vaciló, "Deberías andar con cuidado, marinero, las aguas están agitadas y hay tiburones hambrientos esperando..." "¿Esperando a que yerre? ¿Y que cuando un marinero como yo caiga por la borda entonces mi única esperanza será la de morir rápido?", interrumpí -Recordé la vez que un tipo con mal aspecto trató de arrebatarle su sitio, aquel que siempre ocupaba en el pub McDrink. Todo fue rápido, surgió del interior de Laurent con la misma naturalidad que eructaba. Se dirigió hacia aquel tipo y le conminó a que se levantara. Después de una amenaza y la inminencia de una pelea Laurent le soltó la mítica frase: "Deberías andar con ojo, vaquero, a tu alrededor tienes todo un mundo esperando a que yerres, y cuando lo hagas desearás que pase lo más rápido posible, aunque no será así", y añadió un "¿Comprendes?". Aquel tipo se levantó, ambos mantuvieron la mirada fija, incluso creo recordar que la televisión perdía señal debido a la tensión que había entre ellos. Tras esto se fue y Laurent tomó su sitio, después lo hice yo.- Laurent se enfureció, sus orejas me lo dijeron. Mientras él pensaba en instrucciones que darme para joderme, extraje mis auriculares del bolsillo, lentamente, mirándole y sonriendo cual bobalicón. Desenrollé el cable, dejé caer el conector Jack de 1,6mm mientras sostenía el auricular derecho con la mano derecha y lo introduje en la oreja. Con la mano izquierda, sin dejar de mirarle, tomé el conector y, con la mano derecha, saqué el reproductor minidisc del bolsillo de la chaqueta. Conecté los auriculares, introduje el auricular izquierdo en la oreja, fijándome en su entrecejo, que permanecía fruncido, y pulsé el play. "Hasta mañana", dije ensordecido por un riff rockero a todo volumen.

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