Un sitio para escribir no es más que eso, un lugar. Los psicoescritores escriben aquello que se les ocurre. Sin censura alguna. Cualquier parecido con la realidad es tan solo pura coincidencia. La creatividad se estimula, no se prohíbe.

15.12.14

Setecientas sesenta y dos opciones


Jacob estaba de pie al borde del precipicio. Al final de éste, a unos treinta metros, podía ver algunos coches que circulaban a toda velocidad por la autopista. Dispuesto a lanzarse a una muerte segura oteó el horizonte, por donde la autopista se mezclaba con el cielo.

Deseaba morir. Y por qué no iba a hacerlo si consideraba que ya había experimentado con la vida lo que él creía suficiente. Reflexionaba sobre su niñez, sus regalos, su adoctrinamiento en la escuela, sus vivencias con otros congéneres. Recapacitaba sobre sus amorosos padres, sus esfuerzos en su educación, su cariño, su hospitalidad. Recordaba sus relaciones sociales, sus amores, sus amistades, sus compañeros de trabajo. Todo no era más que el pasado, algo que según su educación, debía dejar así, como algo pasado. Respecto al presente consideraba la posibilidad de aguantar un día más, una semana más, un mes más...otra eternidad. Que lo de adaptarse, tal vez, no era lo suyo. O que ya lo había hecho lo mejor que había sabido y no le había compensado. Deseaba morir. Entonces decidió dar un paso más. Tal vez sería un ridículo centímetro, pero ese paso lo cambiaría todo. Al menos para él. Aunque tal vez no cambiaría nada, pues sencillamente dejaría las cosas como están, con problemas pendientes de solución, tareas por hacer, sentimientos que expresar.

Lo que de verdad le impedía dar ese ridículo paso era la curiosidad. La necesidad de experimentar con lo que aún no existía, con un nuevo día, un nuevo dolor, una nueva preocupación. Dar aquel paso le estaba costando demasiado. Jacob era un hombre impulsivo. Hacía lo que creía correcto sin pensarlo y asumiendo todas las consecuencias que surgiesen. Y para asumirlas, daría muchos más pasos de forma tenaz, fresca y asertiva.

Un ligero traspiés hizo que un escalofrío recorriera su cuerpo. El corazón se le aceleró, la boca, con un sabor metálico, se le secó por completo. Deseaba morir. Incapaz de dar aquel diminuto paso rompió a llorar. Lloró dentro de sí y por un momento olvidó el motivo por el cual estaba ahí, en aquel precipicio. 

Jacob pensaba demasiado. Tenía su particular forma de ver las cosas, de sentirlas y de transmitirlas. "Todas y cada una de las personas del mundo tienen su modo", se consolaba. Pero él escrutaba todos los sentidos y posibilidades de cada acción, de cada frase, de cada relación, de cada situación, casual o premeditada. Esto le provocaba mucha confusión e inseguridad cuando establecía relaciones, ya fuese con amigos o con parejas. Pensaba que si era capaz de considerar y descartar setecientos sesenta y dos resultados a un mismo "sí", por qué no lo haría cualquier otra persona. Y a menudo se atascaba tratando de averiguar cual de esas setecientas sesenta y dos opciones había elegido la persona con la que había establecido algún vínculo. A menudo no se preocupaba más de lo debido porque en su estudio sobre esas posibilidades él había elegido la opción que más protección le aportaba, sin embargo en las relaciones de extrema confianza, como amigos o pareja, se angustiaba.

Setecientas sesenta y dos razones y solamente una debía ser la correcta. Una de ellas, minuciosamente elegida por él, debía ser la que otra persona hubiese elegido después de una decisión inmediata. También consideraba, tras aquel hipotético "sí", o un hipotético "no", los peros, los sin embargo, los aunque...y todos los síes, nos, peros, sin embargo, y aunque...posteriores. 

Al principio pensó, independientemente de su psicopatía, que el problema era el encaje en la sociedad. Pero concluyó pensando que esa no era la cuestión, pues no le importaba con quién estuviera o qué hiciera si establecía un nivel sentimental que él mismo hubiese aprobado.

Si de setecientas sesenta y dos opciones el suicidio había sido la elegida, ello significaba que algo no iba bien. Y tras esta decisión, terminar al borde de un precipicio de unos treinta metros, la siguiente. Se trataría de una caída descontrolada, con posibles colisiones antes del impacto final. Si a pesar de todo esto sobreviviese habría una media de tres coches que lo arrollarían a una velocidad de entre ochenta y ciento cuarenta quilómetros por hora. Dependiendo del carril en el que cayese.

Jacob ya había experimentado sensaciones similares. Con veinte años se había precipitado al vacío desde lo alto de una Potain 428G, una grúa de construcción de casi cuarenta metros. Él se estaba desplazando por la pluma para alcanzar el carro, el instrumento que permitía mover el gancho desde el eje de la grúa hacia el exterior, que había sufrido una avería. Debido a un descuidado mantenimiento del técnico anterior, la estrecha superficie que le permitía caminar por la grúa, se hallaba manchada de grasa de litio que, sumado a la humedad, hacía del hierro una superficie altamente resbaladiza. Jacob cayó unos metros al vacío en los que no tuvo tiempo ni siquiera de pensar que se caía. De repente el arnés impidió su descenso dejándolo colgado a unos dos metros de la pluma y a unos treinta del suelo. Tras esto trepó con sus manos y, con sumo cuidado, volvió a la tronchina, donde encendió un cigarrillo antes de retomar la reparación del carro. En esta ocasión no había arnés, ni avería, pero sí podía pensar. Deseaba morir y constantemente se convencía de que debía hacerlo pero su instinto de supervivencia se limitaba a decir que no.

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